sábado, 24 de diciembre de 2016



No son estadísticas, son personas… y sufren

Ahora que termina el año los medios harán balance de muchos asuntos, las televisiones nos mostrarán reportajes con las fotografías más impactantes del año. Seguro que entre estas secuencias veremos imágenes de los campos de refugiados en Turquía o de las playas de Grecia. Pero qué es lo que nos quedará  en realidad cuando fijemos nuestra vista en las pantallas, veremos al último refugiado que llegó a suelo europeo, como veremos el último anuncio antes de las últimas campanadas o sabremos reconocer y hacer nuestro el dolor que hay detrás de esa imagen, veremos a uno de los más de un millón de hombres, mujeres y niños que cruzaron el pasado año nuestras fronteras o seremos capaces de ver el sufrimiento de sus miradas como el nuestro propio,  de sentir el frío y  la angustia que ellos están soportando.

Inevitablemente anestesiados por una información que en ocasiones nos desborda,  apenas somos testigos de una tragedia que creemos que no va con nosotros; como mucho pensaremos que esa entelequia que llamamos comunidad internacional o esa Unión Europea en la que ni siquiera confiamos harán algo para solucionarlo; lo ajustaremos a nuestra sensibilidad de espectador “reality show” y pasaremos al siguiente programa. Aquella desgarradora imagen de un pequeño sirio que yacía sin vida en una playa de Turquía la recordamos todos; nos abrió los ojos, es cierto, pero tengo muchas dudas de que rompiera nuestra indiferencia.

No nos hemos parado a pensar que no nos separa de ellos nada más que la distancia geográfica, que en realidad no somos testigos de la tragedia sino también protagonistas, porque no es algo ajeno a nosotros. Somos los dos lados de un mismo mar y de un mismo sufrimiento, también somos uno de ellos; un padre más que busca el mejor futuro para su hijo, un hijo más que sólo quiere la protección de un padre, un nieto que sólo quiere reconfortarse con el afecto de sus abuelos.

Sin necesidad de recorrer un solo kilómetro, también aquí, en nuestro país, hemos vivido en nuestras familias la necesidad de abandonarlo todo para buscar una vida mejor, huyendo de la misma manera que otros lo hacen hoy, de una guerra. Quién no puede contar todavía con emoción la historia de alguien muy cercano, que tan solo unas cuantas décadas atrás, empujado por la destrucción y por el hambre, tuvo que dejar atrás el único mundo que conocía y emprender una nueva vida con el miedo y la angustia que eso iba a significar. Padres, abuelos, tíos a los que todos ponemos nombre y rostro que se alejaron a la fuerza de la miseria y de la represión, abandonaron hogares y dejaron atrás familias y amigos; ni siquiera para encontrar un sueño de éxito, una vida mejor, tan sólo para lograr sobrevivir.

No podemos ser nosotros, por tanto, quienes nos quedemos inmutables ante tanto dolor. Nuestra historia nos exige dejar a un lado nuestro blindaje emocional y ofrecer una verdadera muestra de coherencia con lo que somos y solidaridad como siempre lo hemos hecho.

No es, desde luego, el exceso de información lo que nos hace permanecer anestesiados. Los periodistas entendieron desde el primer momento que su papel iba mucho más allá del de meros contadores de caracteres y así, en cada crónica y cada noticia, redactores y corresponsales han ido dejando su denuncia y hasta parte de su alma. Pero es cierto que es en los políticos en quienes recae la obligación de ser los primeros en comprender que no hablamos de estadísticas, hablamos de personas; cada uno de los más de 4.000 muertos tenía una historia similar a la nuestra. Los responsables públicos tenemos la verdadera responsabilidad de ser capaces de trasladar a la ciudadanía la necesidad de cumplir con generosidad, con un deber ético, con los que suplican ayuda a nuestras puertas. Qué importa donde estén las fronteras, si no son más que convenciones que nosotros mismos nos hemos dado, pero que no nos hacen diferentes ni en el dolor, ni en las esperanzas a quienes estamos a uno u otro lado. Simples fronteras mentales son las que nos impiden tomar parte de una realidad casi insoportable pero ante la que no podemos pasar un minuto más sin reaccionar.

Desde la política debemos sensibilizar a los ciudadanos y conseguir que se sepan parte de la solución, pero sobre todo, los responsables públicos tenemos la urgente obligación de romper la injusticia, acabar con el dolor y gestionar la mejor solución. El Estado español está muy lejos de cumplir con los compromisos que adquirió en 2015 con la Comisión Europea, de reasentar antes de fin de año a 1.449 personas procedentes de los campos de refugiados de Líbano y de Turquía, y de reubicar antes de septiembre de 2017 a unos 16.000 de los refugiados que ya están en suelo europeo. Una vez más, el Gobierno de Rajoy dice estar, pero no está.

Pero más allá de colores partidistas, el fracaso o el éxito de las políticas migratorias es un asunto que nos atañe a todos. Detrás de cada refugiado hay un drama del que podríamos estar huyendo también nosotros. Es cierto que no resolveremos este enorme reto si no nos dotamos de una política común de asilo que permita una vía de seguridad exterior y también interior, pero no habrá solución posible que no cuente con el desarrollo de una política sustentada en la solidaridad que nos haga entender la llegada de nuevos ciudadanos no como una amenaza sino como una verdadera oportunidad.

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