domingo, 26 de marzo de 2017

El reloj de Europa marca el futuro
Desde esta madrugada, nos guiamos, una vez más, por el conocido como horario de verano. Esta adaptación temporal que busca posibilitar un ahorro de energía se implantó, al margen de su adopción durante la primera guerra mundial, a partir del año 1973, cuando la mayoría de los países industrializados trataron de hacer frente a la complicada situación que se vivía durante la crisis del petróleo.
Fue ese 1973, precisamente, el año en el que el Reino Unido se incorporó a la entonces CEE; el mismo Reino Unido que ha decidido ahora abandonar la actual Unión Europea sumiéndola en una crisis existencial de grandes dimensiones. La que en aquel momento se conocía como la ‘Europa de los Nueve’ había  pasado a ser una esperanzadora ‘Europa de los Veintiocho’ aunque en muchos foros ya comienza a funcionar con un miembro menos; habrá que adaptarse, igual que lo haremos hoy a un domingo de solo 23 horas.
Como es bien sabido, el proyecto común  europeo tiene su germen en los Tratados de Roma, de cuya firma se cumplieron ayer sesenta años, y sin cuya formalización Europa no sería la misma que conocemos. Con sus defectos pero con sus muchísimas virtudes. Así pues, es una efeméride a celebrar, aunque nos sorprenda inmersos en un profundo proceso de reflexión acerca del futuro al que nos enfrentamos.
El conocido como Brexit es quizá el capítulo más ostensible de un problema más profundo que, sin embargo, se muestra cada vez con más notoriedad en todo el viejo continente, con el auge de la extrema derecha en países como Holanda, Francia, Hungría, Austria o Alemania, y que evidencia una crisis de los valores que impulsaron la puesta en marcha de un proceso de integración por el que, sin duda, merece la pena seguir apostando.
La postura anti-europeísta mostrada por Donald Trump tampoco es beneficiosa en este sentido, aunque quizá debamos convertir esa dificultad que genera la posición de la potencia norteamericana en una oportunidad para Europa, en una regeneración que devuelva la confianza en la política y en las instituciones a los habitantes del continente, reforzando la participación y la soberanía compartida.
Euskadi tiene un claro compromiso con el proyecto de integración europeo, donde aspiramos a tener lugar y voz propia; un compromiso de unión dentro del respeto al papel de las naciones dentro de esta Europa de los Pueblos, y conscientes de que el concepto de soberanía es cada vez más relativo y ya no va irremediablemente unido a la idea de Estado. El proceso de integración europea ha ido restando ámbitos de decisión de carácter individual a los Estados que se sustancia en una atribución de competencias hacia la Unión.
Tal y como evidencian los dos tratados firmados en Roma en 1957, el de la Comunidad Económica Europea y el de la Comunidad Europea de la Energía Atómica, la argamasa de la primigenia comunidad continental tenía un claro perfil económico, pero, seis décadas después, debe encabezar también un proceso de globalización que se asiente en un ideario más humano y más social; una nueva etapa de desarrollo centrada en la persona, una persona que comparta, participe y recobre la confianza en sus propias instituciones europeas. Me hace albergar esperanzas la posición de respeto hacia los derechos humanos que ante la Asamblea del Consejo de Europa de la que soy miembro han mostrado siempre personas tan relevantes como François Hollande, Donald Tusk o Jean Claude Junker, entre otros dirigentes.
La inmigración, la incapacidad de dar una respuesta integral al drama de las personas refugiadas, el calentamiento climático, el abastecimiento energético y los nuevos equilibrios geopolíticos que dejan atrás un orden mundial sustentado hasta finales del pasado siglo sobre el equilibrio entre dos bloques demandan una Europa más unida, comprometida con la libertad y la democracia, convencida de que el respeto a los derechos humanos y al estado de derecho es su mayor fortaleza.
También los reiterados episodios de terrorismo que sufrimos reiteradamente, como el del pasado miércoles en Londres, o como ocurrieran anteriormente en Bruselas, en Niza, en París, en Berlín, en Madrid o incluso en Ankara y en otros muchos lugares del mundo, nos obligan a diseñar soluciones con una visión global y, por qué no, a repensar nuestro modelo y a volver a plantear la recuperación de unos valores que asienten una convivencia más armónica.
La Unión Europea pronto contará con un miembro menos, al igual que este 26 de marzo disfrutaremos de una hora menos; pese a todo, la bandera europea, cuyo diseño se inspira en el de un reloj, seguirá contando con las mismas doce estrellas doradas, y su complejo engranaje permitirá que siga avanzando inexorablemente el mismo proyecto común e integrador con el que la Ciudad Eterna lo vio nacer hace seis décadas y cuyos principios siguen más vigentes que nunca.

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